Jeremías concluye este libro con un salmo de lamento, en el cual describe
el resultado de la invasión de Babilonia, y derrama su corazón ante Dios en
oración. Al leer este capítulo tenemos
más evidencia del gran sufrimiento de Jerusalén. Antes de la caía de la ciudad,
el hambre fue terrible (v.10; ver Lam 4:7-10).
Los ciudadanos arriesgaban su vida para conseguir el pan diario
(v.9). Ante la amenaza de Babilonia,
pidieron ayuda a Egipto y a Asiria (v.6); pero todo fue en vano. Nadie pudo librarlos (v.8b).
Una vez que la ciudad cayó en manos de los babilonios, las cosas fueron de
mal en peor. Cada elemento de la
población llevó su parte del dolor. Las
mujeres fueron violadas (v.11),
sufriendo física, emocional y psicológicamente.
Sus vidas quedaron afectadas para siempre. Muchos bebés habrán nacido en condiciones terribles. ¡Indeseados! ¡Sin padre! ¡En medio de gran pobreza! Además, los “príncipes” fueron
colgados (v.12a); los jóvenes fueron
llevados al exilio (v.13); los ancianos
fueron maltratados (v.12b). Como
resultado, la sociedad entera fue trastornada:
“Los ancianos no se ven más en la puerta,
los jóvenes dejaron sus
canciones.
Cesó el gozo de nuestro corazón;
nuestra danza
se cambió en luto”
(v.14-15)
Los niños y jóvenes quedaron huérfanos (v.3a); las madres, viudas
(v.3b). La tierra fue adueñada por
extranjeros (v.2a), y gente extraña vivía en las casas (v.2b). Ahora había que comprar el agua y la leña,
que antes abundaban (v.4). Padecían
persecución, y no había reposo del sufrimiento (v.5). ¡Cada día era igual!
Lo que salvó a Jeremías de caer en la depresión espiritual fue que por lo
menos sabía muy bien a qué se debía todo el sufrimiento: “Nuestros padres pecaron…” (v.7a).
No sólo ellos; sino, como confiesa en el v.16b, ‘nosotros
pecamos’. Y ante la falta de
arrepentimiento, el pecado tenía que ser castigado. En el v.7b, Jeremías reconoce que el
principio antiguo, que regía el viejo pacto (en cuanto al castigo por el
pecado; Éx 20:5b), seguía vigente. ¡Los
hijos pagaban el precio por los pecados de los padres! “Nuestros
padres pecaron…y nosotros llevamos su castigo” (v.7; ver Jer 31:29). Con el nuevo pacto, todo eso iba a
cambiar. ‘El alma que pecare, esa
morirá’ (Ezeq 18:4; ver Jer 31:30).
A pesar de su profundo dolor y angustia por la ciudad de Jerusalén,
Jeremías no le acusa a Dios de ser injusto.
Más bien, le adora, diciendo: “Más
tú, Jehová, permanecerás para siempre; tu trono de generación en generación”
(v.19). Pero el profeta también
aprovecha para pedir a Dios Su ayuda, rogando que no se olvidara de ellos para
siempre (v.1, 20). Jeremías sabía que lo
que realmente hacía falta era el arrepentimiento del pueblo. Sin embargo, reconociendo que el pueblo, por
sí sólo, no era capaz de volver a Dios, Jeremías le pide a Dios que obre a su
favor: “Vuélvenos, oh Jehová, a ti, y nos
volveremos” (v.21a).
REFLEXIÓN: Esta
destrucción de Jerusalén no marcó el fin de la ciudad. Casi 600 años después, el Hijo de Dios
caminó por las calles reconstruidas de Jerusalén. Y aunque los judíos del primer siglo no
habían cambiado, y cometieron un peor pecado (crucificando al Mesías), dos
meses después comenzó un tremendo avivamiento espiritual en esa ciudad (Hch
2). Como dijera Pablo, ‘Cuando abundó el
pecado, sobre abundó la gracia de Dios’. Si nos hemos extraviado, pidamos a
Dios que nos haga volver a Él.
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