miércoles, 3 de octubre de 2012

'Un Pueblo Invencible, Derrotado' (Lam 4:12-22)



El profeta Jeremías sigue analizando las causas de la destrucción de Jerusalén.  Reconoce que nadie creía que la ciudad podría ser conquistada (v.12).  Los judíos no lo creyeron (Jer 21:13); tampoco lo creyeron “los reyes de la tierra, ni todos los que habitan en el mundo” (v.12).  Esta afirmación debe ser interpretada a la luz de Sal 48.  Jerusalén era “La ciudad del gran Rey” (Sal 48:2).  Por consiguiente, cuando los reyes de la tierra se reunieron para atacarla, “se maravillaron, se turbaron, se apresuraron a huir” (Sal 48:4-6). ‘Por eso’, dice Jeremías, ‘los reyes de la tierra jamás pensaron que sería posible derrotar a Jerusalén’.  Sin embargo, eso fue precisamente lo que pasó.  ¿Por qué?  Es por causa de los pecados…” (v.13a).  Mientras Jerusalén vivía en obediencia a Dios, la ciudad era impregnable (Sal 48); pero cuando se entregó al pecado, perdió su invencibilidad (Lam 4:11).

Jeremías destaca los pecados de dos grupos de personas: “los pecados de sus profetas, y las maldades de sus sacerdotes” (v.13a).  Ellos eran los líderes espirituales de la nación.  Los profetas debieron hablar la Palabra de Dios; pero en lugar de ello, se entregaron al pecado.  Los sacerdotes debieron acercar el pueblo a Dios, por medio de los sacrificios; pero en lugar de ello, cometieron “maldades”.  Con justa razón Jerusalén fue derrotada.  Los ‘cimientos’ morales y espirituales de la nación estaban carcomidos.

Usando un lenguaje tomado de las leyes ceremoniales, Jeremías describe a los líderes espirituales de Judá como personas tan contaminadas por la sangre que derramaron (v.13b), que estaban ceremonialmente impuros e intocables (v.14).  En realidad, su ‘contaminación’ era tan fuerte, que nadie quería que ellos se acerquen (v.15).  Pero lo más triste de todo fue que “La ira de Dios los apartó” (v.16a).

A pesar de tanto pecado, y los mensajes proféticos por parte de personas como Jeremías, algunos judíos insistieron en creer que alguien les podría ayudar; que el fin de Jerusalén no vendría. Sin embargo, como Jeremías confiesa, “han desfallecido nuestros ojos esperando en vano nuestro socorro” (v.17a).  La triste verdad era que ninguna nación los podía salvar (v.17b), porque era Dios quien peleaba contra Jerusalén.  Por eso el fin iba a venir (v.18b).

El fin vino con el último ataque militar de Nabucodonosor.  Los soldados babilonios fueron más rápidos que un águila (v.19a). Ellos persiguieron a los judíos en los montes y desiertos (v.19b).  Los habitantes de Jerusalén pusieron su confianza en Sedequías, el rey davídico, “el ungido de Jehová” (v.20a).  Sin embargo, él también fue apresado por los babilonios (v.20b).

Los enemigos del pueblo de Dios (representados por la “hija de Edom”), se alegraron por la destrucción de Jerusalén (v.21a).  Pero Jeremías advierte que un día el juicio de Dios les alcanzaría a ellos también (v.21b).  La gran diferencia sería que mientras la disciplina de Judá llegaría a su fin (v.22a), el castigo de los enemigos del pueblo de Dios sería fulminante y permanente (v.22b). 

REFLEXIÓN: Es un gran privilegio pertenecer al pueblo de Dios.  Dios ha prometido cuidarnos y proveer para nosotros.  Sin embargo, si descuidamos nuestra vida espiritual, y nos alejamos de Dios, no debemos sorprendernos cuando nos alcanza la disciplina de Dios. 

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