El profeta Jeremías sigue analizando las causas de la destrucción de
Jerusalén. Reconoce que nadie creía que
la ciudad podría ser conquistada (v.12).
Los judíos no lo creyeron (Jer 21:13); tampoco lo creyeron “los reyes de la tierra, ni todos los que
habitan en el mundo” (v.12). Esta
afirmación debe ser interpretada a la luz de Sal 48. Jerusalén era “La ciudad del gran Rey” (Sal 48:2).
Por consiguiente, cuando los reyes de la tierra se reunieron para
atacarla, “se maravillaron, se turbaron,
se apresuraron a huir” (Sal 48:4-6). ‘Por eso’, dice Jeremías, ‘los reyes
de la tierra jamás pensaron que sería posible derrotar a Jerusalén’. Sin embargo, eso fue precisamente lo que
pasó. ¿Por qué? “Es por
causa de los pecados…” (v.13a).
Mientras Jerusalén vivía en obediencia a Dios, la ciudad era impregnable
(Sal 48); pero cuando se entregó al pecado, perdió su invencibilidad (Lam
4:11).
Jeremías destaca los pecados de dos grupos de personas: “los pecados de sus profetas, y las maldades de sus sacerdotes” (v.13a).
Ellos eran los líderes espirituales de la nación. Los profetas debieron hablar la Palabra de
Dios; pero en lugar de ello, se entregaron al pecado. Los sacerdotes debieron acercar el pueblo a
Dios, por medio de los sacrificios; pero en lugar de ello, cometieron “maldades”. Con justa razón Jerusalén fue derrotada. Los ‘cimientos’ morales y espirituales de la
nación estaban carcomidos.
Usando un lenguaje tomado de las leyes ceremoniales, Jeremías describe a
los líderes espirituales de Judá como personas tan contaminadas por la sangre
que derramaron (v.13b), que estaban ceremonialmente impuros e intocables
(v.14). En realidad, su ‘contaminación’
era tan fuerte, que nadie quería que ellos se acerquen (v.15). Pero lo más triste de todo fue que “La ira de Dios los apartó” (v.16a).
A pesar de tanto pecado, y los mensajes proféticos por parte de personas
como Jeremías, algunos judíos insistieron en creer que alguien les podría
ayudar; que el fin de Jerusalén no vendría. Sin embargo, como Jeremías
confiesa, “han desfallecido nuestros ojos
esperando en vano nuestro socorro” (v.17a).
La triste verdad era que ninguna nación los podía salvar (v.17b), porque
era Dios quien peleaba contra Jerusalén.
Por eso el fin iba a venir (v.18b).
El fin vino con el último ataque militar de Nabucodonosor. Los soldados babilonios fueron más rápidos
que un águila (v.19a). Ellos persiguieron a los judíos en los montes y
desiertos (v.19b). Los habitantes de
Jerusalén pusieron su confianza en Sedequías, el rey davídico, “el ungido de Jehová” (v.20a). Sin embargo, él también fue apresado por los
babilonios (v.20b).
Los enemigos del pueblo de Dios (representados por la “hija de Edom”), se alegraron por la destrucción de Jerusalén
(v.21a). Pero Jeremías advierte que un
día el juicio de Dios les alcanzaría a ellos también (v.21b). La gran diferencia sería que mientras la
disciplina de Judá llegaría a su fin (v.22a), el castigo de los enemigos del
pueblo de Dios sería fulminante y permanente (v.22b).
REFLEXIÓN: Es un gran
privilegio pertenecer al pueblo de Dios.
Dios ha prometido cuidarnos y proveer para nosotros. Sin embargo, si descuidamos nuestra vida
espiritual, y nos alejamos de Dios, no debemos sorprendernos cuando nos alcanza
la disciplina de Dios.
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