Habiendo expuesto la gran obra de salvación que Dios efectuó
a favor de los creyentes, y habiendo pedido al Señor que los fortaleciera para
entender esa gran obra, Pablo ahora comienza a desarrollar la parte práctica de
esta carta – el deber de los creyentes. Primero
Pablo les hace recordar a sus lectores que él está encarcelado (v.1a). Desde esa perspectiva, les exhorta a vivir “como es digno de la vocación con que
fuisteis llamados” (v.1b). El
llamado es a glorificar a Dios por medio de nuestras vidas, sin importar las
circunstancias en las que nos encontramos.
¿Qué significa vivir dignamente del llamado a la
salvación? Pablo lo explica en los siguientes
versos:
-
“humildad y mansedumbre” (v.2a). Estas son las primeras características que
deben manifestarse en aquellas personas a quienes Dios ha salvado. Son las características de Cristo, nuestro
Hermano, y de Dios, nuestro Padre.
-
“soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor”
(v.2b). El amor cubre una multitud de
pecados (1 Ped 4:8). Si Dios nos amó lo
suficiente para salvarnos (Efe 3:18-19), lo menos que podemos hacer es amarnos
los unos a los otros, como hijos de Dios.
-
“solícitos en guardar la unidad del Espíritu…” (v.3a). Fue el Espíritu quien reveló el gran
‘misterio’ de la unidad de los gentiles y judíos, en la Iglesia (Efe 3:5-6).
Todo creyente debe mantener esa unidad.
La unidad de la Iglesia debe estar por encima de cualquier consideración
o interés personal.
Pablo recalca la importancia de la unidad, mencionando
algunos elementos que sirven como sustento de esa unidad: “un cuerpo, y un Espíritu…un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre
de todos…” (v.4-5). Pero esa unidad
no significa uniformidad. Hay una
tremenda variedad dentro de la unidad.
Todos hemos recibido la misma gracia (v.7), pero esa gracia se manifiesta
en diferentes maneras; Dios reparte diversos dones, y hace diferentes obras en
cada creyente.
El v.7 enseña que cada creyente tiene por lo menos un
don espiritual. Un don espiritual es una
habilidad que podemos practicar dentro o fuera de la Iglesia, con el fin de servir
a Dios y edificar espiritualmente a otras personas. Esos dones espirituales (“gracia”) están vinculados con el “don de Cristo” (v.7b); es decir, con Su
muerte redentora. La referencia a haber
descendido “a las partes más bajas de la
tierra” (v.9), no indica que Cristo bajó al infierno, sino que debe
entenderse a la luz de Fil 2:5-8. Se
refiere a la encarnación de Cristo, en toda la humildad relacionada con la
pobreza material. Cristo descendió de la
gloria del cielo a “las partes” (=
las circunstancias) más bajas de la
tierra”. Pero, “El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los
cielos…” (v.10). Dios exaltó a
Cristo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre (Fil 2:9-11). Es en esa condición de Rey exaltado, que
Cristo reparte dones a los creyentes (Efe 4:11).
REFLEXIÓN:
¿Estamos contribuyendo a la unidad de la Iglesia? ¿Entendemos el gran valor de los dones
espirituales que Dios nos ha regalado? ¿Estamos
usando esos dones espirituales para la edificación de otros? ¿Valoramos el alto
precio que Cristo pagó para salvarnos y dotarnos de los dones espirituales necesarios
para Su servicio?
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