Ya hemos notado
algunos de los elementos del mobiliario del tabernáculo: el arca del pacto, la
mesa para los panes, el candelero, y el altar de bronce. Sólo faltan dos más: el altar de incienso, y
la fuente de bronce.
El altar de
incienso iba delante del velo, que separaba el Lugar Santísimo (v.6). Era un altar pequeño; medía menos de medio
metro cuadrado (v.2). Sin embargo, era
elegante (v.3). Este altar se usaba
exclusivamente para ofrecer incienso (v.7-8).
Sin embargo, una vez al año era purificado (ceremonialmente); eso ocurría
el día de la expiación (v.10). Según
Apo 5:8, el incienso simboliza las oraciones de los creyentes (ver también Apo
8:3-4). La expiación del altar de incienso señala que no podemos acercarnos a
Dios en oración, sin la sangre de Cristo que nos limpia de todo pecado.
Dios le indicó
a Moisés que tanto el aceite de la unción como el incienso tenían que ser
confeccionados según Sus órdenes (v.22-38).
¡Con qué insistencia Dios exigía que todo el culto se llevara a cabo
bajo Su dirección! El elemento humano
queda casi excluido. Dios extiende al
pecador la invitación de acercarse a Él, pero es Él quien pone las condiciones
para hacerlo, no el pecador.
Es más, las
cosas sagradas no se podían usar para otros fines (v.31-33, 37-38). Era como si Dios hubiera sacado la patente
sobre estas cosas, y ejercía derechos exclusivos sobre todo lo que tenía que
ver con la adoración a Él. ¡Qué
solemne! Entre otras cosas, esto nos
enseña que el creyente tiene que mantenerse separado del ‘mundo’ (en su corazón
y mente); completamente dedicado a Dios (Rom 6:13; 1 Cor 6:15; 2 Tim 2:4,
20-21).
La redención de
cada varón mayor de veinte años (v.14) representaba el hecho que toda la nación
le pertenecía al Señor. En vez de
quitarles la vida, Dios les permitió redimirla.
Al pagar el mismo precio - “medio
ciclo” de plata (v.13, 15), la nación entendió que la vida de cada ser
humano tiene el mismo valor ante los ojos de Dios, sin importar su clase
social, su nivel educativo, o su capacidad intelectual.
Finalmente,
notemos la fuente de bronce que estaba delante del tabernáculo. Esta era para
que los sacerdotes se lavaran, antes de ministrar (v.19, 21). Sólo se lavaban las manos y los pies. Como dijo Cristo, siglos después, ellos ya
estaban ‘limpios’ (como personas); sólo faltaba quitarles las inmundicias que se
contagian en el diario vivir (Juan 13:10).
REFLEXIÓN: Si nuestros cuerpos son “templo [tabernáculo] del
Espíritu Santo”, ¿en qué condiciones está el ‘mobiliario’ espiritual? ¿Tenemos un ‘altar de incienso’ en nuestros
corazones? ¿Nos limpiamos constantemente
de todo el pecado que nos contagia?
¿Hemos pagado el precio del rescate, por medio de la crucifixión de la
‘carne’, para vivir vidas dedicadas a Dios?
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