Este capítulo está dividido en tres partes:
i.
La manifestación de la
ira de Dios (v.1-9).
ii.
El sufrimiento del
pueblo de Dios (v.10-19).
iii.
La queja del profeta
Jeremías, ante tanto sufrimiento (v.20-22)
Por muchos años, Dios soportó con tremenda paciencia los pecados y la
rebelión de Su pueblo. Pero cuando vino
el juicio de Dios, llegó con fuerza. En
los primeros versos de este pasaje, Jeremías enfatiza el “furor”
de Dios contra Su pueblo (v.1-2). La ira
de Dios se derramó sobre Judá, como un fuego consumidor (v.3; Is 33:14 y Heb
12:29).
Es impactante notar los verbos: “Derribó”
(v.1); “Destruyó” (v.2); “Humilló” (v.2b); “Cortó” (v.3); “Quitó”
(v.6); “Desechó” (v.7). ¡Cuando Dios se propone manifestar Su ira,
los efectos son devastadores! La
hermosura de Israel fue derribada (v.1); “las
tiendas de Jacob” (= casas) fueron destruidas (v.2b); las fortalezas de la
nación fueron tiradas abajo (v.2c); los líderes del pueblo fueron quebrantados
(v.2d); el poderío de Judá fue cortado.
El fuego de la ira de Dios devoró todo (v.3b), destruyendo todo lo que era
hermoso (v.4b). ¡Qué trágico!
Dios, que era el Pastor de Israel (Sal 23), se volvió Su enemigo (v.4-5), y
la ciudad de Jerusalén pagó un precio muy alto.
Todas las casas elegantes, como los “palacios”,
fueron destruidos (v.5); la ciudad quedó “como
enramada de huerto” (v.6a). Aun el templo sufrió los estragos de la ira de
Dios. El Señor hasta desechó Su
santuario y el altar (v.7a), porque todo estaba contaminado con el pecado. Como consecuencia, Su pueblo dejó de ofrecer
los sacrificios que Él había estipulado, y la gente se olvidó de las fiestas
espirituales y los días de reposo (v.6b).
Luego de tanta paciencia, el Señor estaba determinado destruir a Jerusalén
(v.8a). Por lo tanto, “Extendió el cordel”
(v.8b), no para construir la ciudad, sino para derribarla. El resultado fue que los grandes muros de la
ciudad, y las tremendas puertas que daban acceso a Jerusalén, fueron derribadas
y destruidas (v.8b-9a).
Obviamente, la destrucción física de Jerusalén produjo tremendo sufrimiento
humano. Esto afectó a los “ancianos” y a las “vírgenes” (v.10). Los niños
padecían de hambre, y se morían en los brazos de sus madres (v.11b-12). Jeremías vio todo eso, y lloró hasta cansarse
(v.11a), diciendo: “...grande como el mar
es tu quebrantamiento; ¿quién te sanará?” (v.13b). Pero también supo a
quién echarle la culpa – a los falsos profetas (v.14).
Con suma tristeza, Jeremías describe la burla de los enemigos
(v.15-17). Reconoce que Dios es
soberano, aun en la destrucción de Jerusalén (v.17a). Sin embargo, llama al pueblo a clamar a Dios,
por si acaso Él tuviera misericordia (v.18-19).
Él mismo se puso a orar (v.20), viendo los cadáveres de los niños y de
los jóvenes en las calles (v.21).
REFLEXIÓN: La ira de
Dios es algo sumamente peligroso. Lo más
sensato sería dejar todo pecado y rebelión, y rendirnos a los pies del
Señor. No provoquemos más la ira de
Dios; mas bien, vivamos en tal manera que disfrutemos Su amor y compasión.
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